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Clothes found in a "safe house" in Ciudad Mante, Tamaulipas, Mexico, in January 2017. Photo: Mónica González

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La historia detrás de la historia: el país de las 2 mil fosas

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Ropa encontrada en una casa de seguridad en Ciudad Mante, Tamaulipas, México. Enero 2017. Foto: Mónica González

México es un país de muchas capas y desenterrar sus historias escondidas puede ser una tarea tan desgarradora como peligrosa. Frente a esta situación, un grupo de reporteros y fotógrafos independientes, en distintos puntos del país, decidieron formar un colectivo y arriesgarse a contestar una pregunta fundamental: ¿A dónde van los desaparecidos?

Los mexicanos han estado desapareciendo desde hace décadas, pero a partir del 2006, cuando el presidente Felipe Calderón cambió su política de seguridad, invirtiendo millones en las fuerzas armadas para librar una guerra contra los carteles del narcotráfico, las cifras de asesinatos y desapariciones se dispararon.

Para el final de su sexenio, la «guerra contra el narco» de Calderón había dejado un saldo de más de 47.000 muertos. Su sucesor, Enrique Peña Nieto, prometió frenar la violencia pero el desangre continuó, como lo demuestran las cifras: la tasa de homicidio en México (29 por cada 100,000 habitantes) se ha triplicado desde el 2007 y desde el 2006 se han reportado más de 40 mil casos de desaparecidos.

Un campesino en Iguala, por ejemplo, sabía cómo identificar posibles fosas por el aspecto que tiene la tierra que ha sido removida.

Los periodistas empezaron a acompañar a las familias en la búsqueda de sus seres queridos. Esperaban encontrarlos vivos, pero también contemplaban la posibilidad de que estuvieran muertos y que sus restos estuvieran en lugares sin nombres: entierros clandestinos.

“Los familiares nos obligaron a ver esto”, dice Alejandra Guillén, periodista mexicana de Guadalajara, quien ha sido testigo de varias de esas pesquisas. Cuenta que las familias se empezaron a organizar y así surgió la Brigada Nacional de Búsqueda. Hacían viajes a distintos lugares, entraban a las iglesias y con autorización del cura anunciaban durante la misa: “Los que tengan información, por favor. No los vamos a delatar. No queremos justicia. Queremos a nuestro familiares”.

Algunas personas se acercaban y les daban algunas indicaciones. A veces era un comentario en voz baja o les pasaban algo escrito en un papelito. Un campesino en Iguala, por ejemplo, dijo que sabía cómo ubicar posibles fosas, por el aspecto que tiene la tierra que ha sido removida. Con la ayuda de personas como él, algunas de las familias empezaron a desenterrar y a encontrar algunos restos.

Eran coberturas difíciles para los periodistas. Mónica González, reportera gráfica que participó en el proyecto, cuenta que muchos colegas se quebraban en el proceso. Esto, quizás, los obligó a plantearse cómo abordar este tipo de historias, dónde poner el foco y a empezar a debatir entre ellos: ¿qué queremos contar? ¿cómo podemos investigar y retratar esta capa, sabiendo que no va a ser bonito?

Bertila Parada guarda una foto de su hjjo, Carlos Alberto, migrante salvadoreño hallado en una fosa común de Tamaulipas. Foto: Mónica González

Un viaje abortado y un registro inexistente

Marcela Turati, quien lleva años escribiendo sobre violaciones de derechos humanos en México, y ha apostado también por construir redes de apoyo y de cuidado entre periodistas, fue quien convocó a varios colegas para que trataran de investigar juntos lo que estaba pasando con las fosas. Guillén fue de las primeras en sumarse, conocía a Turati de otros proyectos en los que habían trabajado juntas.

Si la capa de fosas que pensaban investigar la estaban tapando con más cuerpos, sería imposible hacer reportería en terreno como habían planeado.

Ambas planearon hacer un viaje para visitar algunos puntos donde se creía que había entierros en Chihuahua, Sinaloa, Tamaulipas, Veracruz y Jalisco. Pero antes de empezar el recorrido fueron a un temazcal e hicieron un ritual para pedir protección. Necesitaban “echarle buena energía” al proyecto, antes de salir a enfrentarse a la mala.

La primera parada del recorrido que harían en carro sería La Barca, Jalisco el lugar en donde habían localizado más cuerpos en una fosa, en la región de occidente. Guillén no estaba muy segura de poder encontrar el punto preciso, así que pararon en una pequeña tienda, al borde de la carretera, para preguntar. La joven que atendía allí dejó la escoba que tenía entre las manos a un lado, se le acercó y le dijo: «Si te mando allí, te mando a la tumba. Ese lugar sigue siendo utilizado para enterrar gente”. Era mejor que ella y Turati se fueran, seguramente los “alcones” (como les dicen a los informantes de los grupos de crimen organizado) ya les habían echado el ojo. Ante la advertencia, salieron corriendo.

Si la capa de fosas que pensaban investigar la estaban tapando con más cuerpos, sería imposible hacer reportería en terreno como habían planeado. Después del intento fallido de visitar La Barca -que sirvió para entender cuán peligroso era el fenómeno al que se  enfrentaban- decidieron concentrarse en hacer un registro porque no existía uno a nivel nacional. ¿Y por qué no existía?

Se dividieron el trabajo entre ellas y otros periodistas del colectivo e hicieron pedidos de información a las procuradurías de los 32 estados y también a la oficina nacional de la Procuraduría General de la República (hoy Fiscalía). Guillén, que ha sido más una reportera de campo, terminaría encargándose de buena parte de las peticiones, sin saber muy bien lo que hacía. «No tenía mucha experiencia en eso y no sabía qué tipo de información podrían entregarnos», confiesa.

Las cifras del horror 

En total, hicieron 197 peticiones de información. Cuando empezaron a llegar las primeras respuestas, se dieron cuenta que no había criterios ni una metodología unificada entre las procuradurías. Nombraban las cosas de manera diferente o a veces ni las nombraban. En Aguascalientes, por ejemplo, les dijeron que no sabían qué era una “fosa”. Cuando preguntaron por las “cocinas” -como se le dice en la jerga común al procedimiento de disolver cadáveres con ácido- contestaron que no sabían a qué se referían.

Tuvieron que escribir 7 réplicas ante negativas iniciales para darles la información en algunos estados. El argumento clave que utilizaron: éstos eran crímenes de lesa humanidad, por eso no podían ocultarles ni negarles los datos.

La investigación les tomó casi dos años. Hubo muchas pausas por el impacto emocional en los distintos miembros del equipo.

Para procesar y organizar la información que los distintos periodistas recabaron en los estados, necesitaban ayuda adicional. Para eso se sumaron al equipo Mago Torres y David Eads. Ambos aportaron otras habilidades y una mirada más distanciada -literalmente, porque viven en los Estados Unidos- que les permitió empezar a filtrar, limpiar, organizar e interpretar los datos. Después de ese proceso tortuoso descubrieron que podían mostrar cuántas fosas había a nivel municipal, por año, y cuántos cuerpos se estimaba que había en ellas. “Nuestros números pueden tener errores porque así es la realidad de la información que existe”, aclara Torres.

Una vez sumaron, verificaron y empezaron a visualizar los datos sobre un mapa, teniendo en cuenta tres dimensiones (espacio, tiempo y densidad), entendieron la dimensión del horror y también que las cifras no cuadraban con lo que hasta el momento se conocía.

Una investigación previa realizada por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México había encontrado 390 fosas clandestinas entre el 2009 y el 2014, en algunos de los estados del país. En todo México, el Ministerio del Interior registraba 855, la Comisión Nacional de Búsqueda, decía que eran 1,150 y la Comisión de Derechos Humanos señalaba que entre enero de 2007 y mayo del 2018, habían aparecido 1,306 fosas.

Las cifras de este colectivo de periodistas, que comprendían la década completa (2006-2016) en todos los estados superaban las de ese estudio y las de todas las entidades oficiales: había, al menos, 2000 fosas (aparecía una nueva cada dos días) en uno de cada siete municipios mexicanos.

Al ponerlos en una línea de tiempo, se dieron cuenta que estos entierros clandestinos habían aumentado a partir del 2006 hasta alcanzar un pico en el 2011. Desde entonces, el ritmo se mantiene constante. ¿Cuántas de las 40.000 personas reportadas como desaparecidas entre 2006 y 2018, los periodos de gobierno de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, podían estar en fosas?

La investigación les tomó casi dos años. Hubo muchas pausas por el impacto emocional en los distintos miembros del equipo. Por lo doloroso que era, Torres se dio cuenta que necesitaban ponerse una fecha límite de entrega, lo que llama el “deadline emocional”. No quería que su sala y comedor siguieran invadidos por los mapas y los datos de las fosas eternamente, ni que Alejandra Guillén estuviera viendo fotos de restos óseos durante sus últimos meses de embarazo. Había que publicar pronto.

Fue entonces cuando Quinto Elemento, un medio independiente y miembro de GIJN, entró a apoyar al equipo. “Llegamos en un momento clave, para que no decayera el ánimo”, dice su directora, Alejandra Xanic. Por su experiencia, sabe que los proyectos de investigación tienen ciclos y a veces es necesario que alguien externo brinde un soporte adicional.

Quinto Elemento les ayudó en la revisión y edición de la información, los mapas y textos, y también a que entendieran que era una historia inmensa. No podía quedarse en medios independientes y de nicho, necesitaban difundirla en la mayor cantidad de espacios posibles. Armaron una estrategia ambiciosa con aliados y lograron que unos 22 medios, entre ellos 15 nacionales y 7 regionales publicaron el reportaje completo. Otros 36, entre ellos algunos internacionales, retomaron la información.

Este es el mapa interactivo que permite visualizar los datos a nivel nacional y por estados. Captura de pantalla.

El silencio como respuesta

“Solo hasta el 12 de noviembre del 2018, cuando lanzamos el proyecto, entendimos la dimensión social del trabajo”, dice Paloma Robles, otra de las integrantes del equipo. Llevaban tanto tiempo, tan metidas en la reportería, que no podían imaginarse el impacto que podría tener una vez la historia fuera publicada.

«Más que dar respuestas, esto nos da un piso mínimo.» —Alejandra Guillén

La historia cuyo título es “El país de las 2 mil fosas” con sus mapas nacionales y por estados, salió justo al final de la presidencia de Peña Nieto. Pero no hubo ningún pronunciamiento oficial ante la investigación.

Los periodistas hicieron un evento de lanzamiento al que asistieron algunas de las familias buscadoras, que viajaron desde otros estados como Durango o Guerrero. Ese día guardaron silencio absoluto, mientras que los reporteros hablaban de los círculos y los números: la representación de sus muertos sobre el mapa. Tiempo después, algunas de estas familias utilizarían esos mapas y la base de datos que había armado el colectivo para reclamar por los casos de sus parientes desaparecidos ante algunas procuradurías.

Parte del equipo de periodistas, tras recibir el premio Gabo en octubre de 2019. Foto: Quinto Elemento

Preguntas pendientes

“Más que dar respuestas, esto nos da un piso mínimo,” dice Guillén. Es la primera capa, una imagen, y también es una base de datos. “Si alguien quiere borrarlo, este registro está ahí. No pueden negar lo que está pasando”.

Desde que publicaron, y ganaron varios premios (Gabo 2019, Colpin 2019) por la investigación, los periodistas se han estado haciendo nuevas preguntas: ¿Quienes son los que están enterrados en las fosas? (solo 1738 víctimas han sido identificadas) ¿Por qué los mataron? ¿Quienes los mataron? ¿Hay cambios por región o en el tiempo? ¿Hay diferencias o patrones que se repiten?

También han identificado otros mapas creados por periodistas (como éste que muestra los enfrentamientos entre fuerzas armadas y civiles) que habría que superponer al mapa de fosas, para continuar un trabajo arqueológico más complejo.

Pero si algo aprendieron estas periodistas mexicanas, es que una investigación así requiere tiempo, recursos y, sobre todo, mucha fortaleza interior y valentía.

Los grupos de apoyo, presenciales y de whatsapp que crearon durante la investigación, ayudaron a los integrantes del equipo a lidiar con sus miedos y tristezas. Cuando Turati recibió unos fondos adicionales, los invirtió en terapia para todos. Dice que ha sido la mejor decisión y una importante enseñanza: “Fue un año y medio de descubrir cómo cubrir el dolor.”

 

Catalina Lobo-Guerrero is GIJN’s Spanish Editor and a freelance journalist. She has reported on politics, armed conflict, human rights and corruption in Latin America, mostly in Colombia and in Venezuela, where she was a foreign correspondent for three years.

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